domingo, 24 de agosto de 2014

Amores perros

 
 
Juan Antonio RamosCon acento propio

“Nico” amaneció extraño. Ni miró lo que le serví. Se tiró en un rincón, desganado. Tampoco quiso salir al paseíto mañanero. Eso quería decir veterinario. Que era igual a gasto, porque ahí no valía plan médico. Un billete encima del otro. Me puse en cuclillas y le agarré la cabeza. Le hice ñoñeras para reanimarlo, pero no le olían ni las azucenas.
El perro llevaba conmigo cerca de tres años. Lo heredé de mi hijo Juan Gabriel cuando se fue a Nueva Jersey. Para entonces “Nico” tendría siete. Mi hijo me suplicó que lo retuviera porque no tenía a quién dejárselo. Ninguno de sus amigos estaba interesado en adoptar un sato tan feo. Así que la opción que quedaba era la de llevarlo al albergue de animales. Allí lo dejaban un tiempito y si nadie se interesaba en él, lo ponían a dormir.

Negué con la cabeza. Fruncí la boca y volví a negar. Le dije a Gabriel que yo no podía hacerme cargo de un perro viejo, un perro hecho y derecho, con malas costumbres. Nunca había tenido perros ni gatos ni loros ni iguanas ni nada. ¿Qué rayos sabía yo de mascotas?

Mi hijo guardó silencio. No me miraba. Ni se movía. Allí plantado. Como los tipos que incurren en desobediencia civil. De aquí yo no me muevo. Tú sácame como puedas, cárgame, patéame, arrástrame, pero lo mío es quedarme quieto y esperar.
 

Al día siguiente Juanga me trajo los papeles de las vacunas que le habían puesto al sato asqueroso y las que le faltaban. También me trajo la marca de la comida que le daba, y el nombre y el teléfono del veterinario que lo atendía.

A ese veterinario fui con mi perrito enfermo. Gutiérrez no se cansaba de decirle viejo a mi mascota. Lo acusaba de ser un sato con mucha calle que había borrado el millaje. Luego le preguntó que a cuántas “cocker spaniels” se había tirado. A cuántas “poodles”. “Porque a ti te gustan las perras finas, ah bandido”. Se le zafó una carcajada que se convirtió en tos flemosa. Yo estaba harto del veterinario cafre. “¿Y no le piensa recetar nada para la falta de apetito?”, le pregunté molesto.

El muy desgraciado le recetó arroz con habichuelas y un bistecito por el lado. “Esto es un sato, Juan Antonio, y tú te empeñas en darle comida para perros de raza. Dale gusto. Se va a morir comoquiera, pues que coma hasta piedras, hombre”. Se reafirmó en que “Nico” era un perro viejo con los achaques propios de su edad. “El día que amanece bien comerá bien. El día que amanece con ganas de pegarse un tiro, te dejará la comida”.

A pocos días de estos hechos encontré a “Nico” convulsionando en la sala de mi casa. El piso estaba salpicado de vómitos gelatinosos color ocre, como claras de huevo. Cuando llegué al veterinario ya mi sato estaba muerto. Gutiérrez se encargó de todo. Unos cuantos billetes bastarían. Le di las gracias al veterinario y me marché. Deambulé en mi carro por casi dos horas. Me detuve en una explanada solitaria frente al mar. Allí estuve hasta que oscureció.
 

Le dije a mi esposa que no estaba para nadie. Desactivé el celular. No vi televisión ni escuché la radio ni prendí la computadora. Lavé el plato amarillo donde le echaba la comida a “Nico” y lo guardé. También guardé el cepillo con el que peinaba a mi amigo.

Tres días después de la muerte de “Nico”, me senté a ver el noticiero con Mari. Un matrimonio joven era acusado de tener viviendo en condiciones infrahumanas a su hijita de cinco años. La pareja mantenía encerrada a la niña, que no pesaba más de veinte libras. Un caso alarmante de desnutrición y abandono.

En el momento de redactar estas líneas pienso en los muchos niños que son maltratados en este país. Acoso sexual, abuso físico y mental, asesinato. Me pregunto si esto habrá sido así siempre o si es un fenómeno de nuestros tiempos. Trato de repasar en mi memoria los casos más sonados de maltrato a menores y pierdo la cuenta. El asesinato de Lorenzo, el bebé muerto metido en el refrigerador, el niño moribundo encontrado en un cilindro de lavadora en Rincón, los padres que abusaban sexualmente de sus hijas, al extremo de compartirlas con los vecinos en las orgías que organizaban...

¿Qué estará pasando por la mente y el corazón de estas personas cuando humillan a sus hijos de esta manera? ¿Qué las impulsará a perpetrar algo tan monstruoso? Intento imaginar la infancia y la adolescencia de estos seres torcidos. Seguramente en esos periodos oscuros, llenos de dolor y rabia, encontraré las respuestas que busco.
 

Creo que el ser humano es destructivo por naturaleza. Contamos con suficiente evidencia para afirmar que la destructividad es algo inherente a la naturaleza humana.

Las guerras, el terrorismo, el narcotráfico, la hambruna, la trata de blancas, la pornografía infantil, la tragedia de los niños migrantes al sur de Estados Unidos, de los niños asesinados en Palestina, el exterminio de las especies, la deforestación, el calentamiento global…

Juan Gabriel regresó a la isla por unos días. Vino acompañado de Jessica, su compañera. Hablamos de “Nico”. Primero me negué, pero después accedí a acompañarlos al albergue de animales. Aquello partía el alma. Montones de perros lastimados, de gatos tristes. Pensé en la niñita desnutrida, en el bebé muerto en el refrigerador, en Lorenzo ensangrentado.

Nos llamó la atención una perrita con la cabeza negra y blanca. Parecía un osito panda. Su mirada dulce me recordó a “Nico”. Jessica se la llevó y le puso el nombre de “Penny”. Ahora vive en Nueva Jersey.
 
 

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